Una visión. La que me viene acompañando durante los últimos veintidós años de mi vida. La que se percibe desde la atalaya de mi ordenador. Es el parque frente a mi casa. Los mismos árboles, las mismas bancadas, la misma fuente, reparada eso sí. Incluso el pavimento se mantiene inalterado. Todo es aparentemente idéntico a como se encontraba cuando me mudé al barrio residencial.
Y sin embargo, todo es tan distinto en su imaginario y en su trasfondo. Hoy ya no corretean los niños, ni intercambian pareceres sus madres o abuelas como antaño. La vida en él ha expirado. Un profundo silencio lo envuelve todo en un manto de desolación, que de cuando en cuando se ve interrumpido por el ladrido a destiempo de un perro enrrabietado o por el sonido estridente de otro petardo navideño que explota sin consultarlo.
Hoy aquellos niños que crecieron y se formaron en el parque, son hombres y mujeres con sus obligaciones, sus responsabilidades y sus quehaceres. Con sus ajetreadas vidas, que les impiden disfrutar de los momentos de ocio y menos aún el perder el tiempo como sus ascendientes hicieron con ellos con el único orgullo de verlos disfrutar. De regañarlos cuando impedían jugar a aquel chiquillo o chiquilla. Con la sonrisa cómplice al verlos engullir una generosa ración de arena. Con la profunda satisfacción de verlos lanzarse una y otra y otra vez desde el columpio.
Los que hoy debían ocupar sus plazas en el parque están recluidos en sus casas y no únicamente debido a las inclemencias temporales. Antes bien poco importaba si caían chuzos de punta o ampas de nieve virgen, toda excusa era buena para desvariar, patear un balón o idear un universo paralelo en compañía de amigos propios y ajenos, pues rara vez alguien era excluido de los juegos colectivos.
Hoy esta nueva hornada de chavales está enclaustrada en casa porque así lo ha querido el progreso y todos nosotros con nuestra cómplice inacción. Porque les hemos servido en bandeja un buen ramillete de simuladores, ordenadores, reproductores de video y música y videoconsolas, lo último en tecnología punta, que les alejan cada vez más de la realidad y les inhiben en su desarrollo como individuos sociales. Que les coartan la capacidad de tender puentes con otros. De aprender en común. De disfrutar de la calle en compañía. De entender los problemas y las dificultadas de sus iguales. De vivir la vida en comunidad en definitiva, con sus alegrías y sus sinsabores.
Y luego llegará aquel cornucopiano o el tecnócrata de turno que me dirá arcaico por negar el progreso, que se carcajeará de los ecologistas y les espetará aquello de "¿No querréis que volvamos a las cavernas?". Y la respuesta parecerá perentoria: "Si este es el progreso de la humanidad, que no cuenten conmigo".
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2 comentarios:
Es que, claro, cada vez que bajan los niños hay un muchachito que avisa a la Policía. Normal que esté vacío el parque.
A mi parecer, los productos del progreso no son más que otra manera de entretenimiento. De nada sirve podar las hojas pochas del árbol si el problema está en la raíz: la educación.
Los niños ven un modelo de ostentación y acumulación, se les pide que sean inteligentes en Lengua y Matemáticas olvidándonos de su inteligencia emocional (ya ni hablamos de la inteligencia musical, corporal, ...). Esto es el verdadero problema.
El progreso sirve para ayudar a las personas en sus labores y facilitarnos la vida. El problema es ser un esclavo de la tecnología.
Por ahí iban los tiros: en cuanto el progreso tecnológico nos aleja de nuestros conciudadanos y nos esclaviza, el modelo se revela erróneo.
Hay que bajar el nivel de exigencias académicas (¡que no educativas ojo!) y profesionales y liberar tiempo para el ocio y la libertad.
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