viernes, 26 de diciembre de 2008

Vendarse los ojos, ¿qué otra solución cabe?

Nos hallamos inmersos en una de esos períodos cíclicos anuales caracterizadas por el consumismo exacerbado y los dispendios energéticos y alimenticios destinados a pasar factura en un futuro.

Resulta complejo sobrellevar los excesos y despilfarros con dignidad y simultanearlo con una vida compatible en sociedad, así que este año, por higiene mental, he optado por vendarme los ojos y he procurado tejerme además una hermosa red opaca de aislamiento para no ser hiriente con el prójimo y con el fin de no entorpecer la magia de la ilusión incorruptible de un niño (que bien nos luciría el pelo si en vez de adultos idiotas fueran ellos quienes guiasen nuestro destino desde las altas esferas).

Que me distancie de la realidad no es, en modo alguno, un ejercicio de irresponsabilidad pasajera, aunque así pueda parecer a ojos del lector, sino más bien una manera de tratar de curarme en salud para que no me reconcoman las entrañas al ver como el ciudadano medio emplea ingentes cantidades de recursos en obsequios a toda luz innecesarios, en guateques descontrolados fruto de la ingesta masiva de alcohol o en cenas opíparas y excesivas.

Puede que ahora nos acordemos menos que nunca de ese pobre subsahariano que se juega su vida a una carta, que toma la forma de una barcaza precaria, para emprender un sueño irreal y confuso que bien se asemeja a una ruleta rusa. O de aquel chavalito congoleño que toma el kalashnikov que le vendimos en su momento a un precio irrisorio (o regalamos) los occidentales para garantizarnos un suministro regular y contínuo de materias primas tan valiosas como los minerales o los metales. O de ese otro pobre chinito que para un salario de miseria invierte una cantidad de horas desbordantes de trabajo en una fábrica tenuemente alumbrada para que los europeos luzcamos orgullosos un modelo exclusivo de zapatillas de deporte.

Porque todos ellos (y muchos otros que se cuentan por millones) siguen existiendo, pese a que nos ceguemos por el lujo y el desmadre colectivo. Porque, aunque nos empecinemos en colocarnos las orejeras de burro (con todos mis respetos a un animal tan noblote y amenazado como el asno), esa realidad permanecerá estática y firme hasta que nos queramos hacer eco de ella.

Y mientras tanto, seguiremos con la mirada alzada al frente, con un ombliguismo etnocentrista orgulloso, diciéndonos a nosotros mismos lo espabilados que hemos sido y justificando lo injustificable para mantenernos cómodamente sentados en el sofá embobándonos con la aberrante programación emitida por el tubo catódico del aparato de televisión.

¡¡Feliz falsedad a todos los occidentales que me leéis (los otros, los desheredados, no gozan de estas fechas porque ni siquiera les hemos concedido la oportunidad de hacerlo)!!

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