Abro el periódico como cada día, lo ojeo con la esperanza puesta en que a alguno de sus columnistas (habituales u ocasionales) le haya dado por escribir sobre algún tema de los no recurrentes (terrorismo, conflicto árabe-israelí, precampaña estadounidense,...) y efectivamente encuentro un artículo que me despierta un sano interés. Se denomina "Agenda global" y lo firma un tal Manuel Escudero, a la sazón director de un organismo vinculado a la ONU.
Y pese a mi posicionamiento favorable hacia el artículo, me vuelvo a topar con una serie de circuntancias cuanto menos sospechosas.
Reconoce que la soberanía de los estados le está siendo usurpada por las grandes corporaciones multinacionales y que sería aconsejable una mejor gobernanza global, que la humanidad está alcanzando los límites en el uso de los recursos, que la crisis global golpea antes en el estómago de "los nadie" y señala la cumbre alimentaria de Roma como un semi-fracaso (ya nos contará cual es ese semi-éxito emanado de la reunión multilateral). Hasta aquí podemos estar más o menos de acuerdo.
El asunto comienza a torcerse cuando, en una selectiva elección de acontecimientos clave en materia ambiental-humanitaria, se ciñe a todo lo acontecido tras la Cumbre de Río de 1992, ignorando que los grandes avances en defensa de "lo ambiental", del medio que nos rodea y en el que vivimos, tuvieron lugar en la llamada década ambiental: los setenta, con eventos y escritos de singular trascendencia como el informe del Club de Roma "Los límites del crecimiento", el asentamiento del ecologismo, la Conferencia de Estocolmo sobre Medio Humano, la creación del PNUMA o las consecuencias de la primera crisis energética.
Además, la petulancia riza el rizo cuando nos vende que debemos "pensar en un sistema de gobernanza global que prevenga la crisis y asegure el progreso sostenido de la humanidad". En primer término, pensar en una gobernanza global acertada nos conduce a una mayor racionalidad y solidaridad en el gobierno de lo local, en la soberanía sobre los propios recursos, el empleo de estos con perspectiva largoplacista y en una democracia real-asamblearia sin injerencia de las compañías privadas con intereses espurios y no el "diálogo internacional público-privado" por el que aboga el autor.
En segundo lugar, la crisis no es algo opinable, sino una realidad palpable (hambrunas, migraciones, guerras) y cuyas consecuencias pueden ser de un dramatismo sin precedentes, por lo que actuar ya es perentorio.
Y para rematar, el empleo de un nuevo término antinómico como "progreso sostenido". ¿Para quién? ¿Cómo de sostenido? ¿Hasta cuándo? Porque de no garantizar el alimento en el futuro y una vida mínimamente digna para la población mundial, nos veremos abocados a batirnos el cobre por un pedazo de pan en unos años y entonces progresar nos importará bien poquito.
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