jueves, 12 de junio de 2008

Ascó, Vandellós y las chapuzas a domicilio

Cuando recientemente ha salido a la luz la nueva cifra de emisiones de gases de efecto invernadero - GEI - de nuestro país (un aumento de un 52,31% respecto de las emisiones del año base), ciertamente alejadas del cumplimiento del protocolo de Kyoto (cuya previsión era de un incremento de un 15%), algunas voces se han aventurado a señalar con el dedo a la energía nuclear como el "nuevo Mesías" que nos conducirá a un cumplimiento de los compromisos internacionales.

La energía nuclear actual, cuyas emisiones de GEI son prácticamente despreciables, se basa en una reacción de fisión en la que se bombardean núcleos atómicos pesados (generalmente uranio, aunque también polonio, torio, cesio, radio, americio, estroncio o cobalto) con neutrones, liberándose energía neta. Queda meridianamente claro que las emisiones no son el principal problema que comporta esta energía. Entonces, ¿dónde radica lo conflictivo de su empleo? En el almacenaje de sus residuos, lo limitado de las reservas de uranio, el coste de la puesta en marcha de una nueva central y las posibles fugas.

Los residuos de vida larga, alguno de los cuales alcanza un tiempo de permanencia de varios centenares de años, tienen cuatro opciones de ser tratados: almacenándolos temporalmente (en España, el proyecto ATC o el cementerio nuclear de El Cabril, en Córdoba), reprocensándolos/reciclándolos para un nuevo proceso, almacenándolos en las profundidades marinas o en minas creadas "ad hoc", o transmutándolos para reducir su período de permanencia de largo a corto. La mayor parte de estas opciones y sus consecuencias deben ser tomadas con la debida precaución, puesto que aún no se han obtenido certezas científicas al respecto.

En cuanto al asunto de las posibles fugas, no puedo menos que hacerme eco del último despropósito que tuvo lugar el pasado año en la central de Ascó, propiedad de las compañías eléctricas Endesa e Iberdrola. Resulta que las barras de combustible nuclear se transportan habitualmente en tubos metálicos que, una vez depositan el material en el reactor, son lavados con agua a presión. Este agua debe ser tratado como un residuo radioactivo más y, por tanto, debe ser consecuentemente almacenado en recipientes/bidones. Bien, pues recientemente un empleado de la central tarraconense vertió el contenido de uno de estos recipientes en la piscina donde se almacenan las barras de uranio tras su paso por el reactor. Este hecho produjo vapores radioactivos que se extendieron al circuito de ventilación y porteriormente a cielo abierto.

En un primer momento se trató de ocultar la gravedad de este asunto minimizando el nivel de calificación del incidente, aunque afortunadamente afloró a los medios ante la insistencia de Greenpeace en difundirlo. El CSN (Consejo de Seguridad Nuclear) tardó tres meses en enterarse y fueron fulminantemente cesados los responsables del desaguisado y paralizada temporalmente y multada la central. Bien, pues recientemente la presidenta del CSN ha reconocido que la fuga ha podido sobrepasar una concentración de 1 milisievert, cifra tras la cual podrían provocar consecuencias irreversibles en personas y medio ambiente.

Riesgos como este y las previsibles consecuencias en nuestra salud son los que me hacen dudar de la viabilidad real de poner en marcha una central en un entorno tan poco habituado a tratar con energía nuclear (en 1989 se produjo en Vandellós un incidente que supera en importancia al de Ascó). Tras esto, ¿aún hay quien sigue pensando que la solución energética pasa por la apertura de nuevas centrales nucleares?

No hay comentarios: