El Producto Interior Bruto es un ídolo, un falso dios adorado por los economistas.
Cuenta la biblia que Aarón, hermano de Moisés, tras recibir éste la tabla de piedra en la que figuraban grabados los diez mandamientos y ante la tardanza en su regreso, fundió por mandato del pueblo los aretes de oro que portaban en las orejas los habitantes del lugar para moldear un becerro de este material, al que los lugareños adorarían. Al percatarse Moisés de que estos rendían pleitesía a la nueva figura, destroza poseido por la furia tanto la figura, como la tabla de piedra en la que se inscribieron los mandamientos. Más tarde sube para conciliar una nueva reunión con Dios, en la que le solicita el perdón del pueblo y este, en contrapartida, que tomase dos nuevas planchas de piedra en la que grabar nuevamente los diez mandamientos. Desde entonces se identifica al becerro con el demonio.
Si sustituimos los habitantes descritos por el pasaje bíblico por economistas occidentales (y por extensión a los actuales pobladores del planeta) y el becerro de oro por el PIB, obtendremos una postal bastante aproximada de cuanto ocurre en la sociedad del siglo XXI.
El imaginario economicista en el que nos hallamos embebidos considera al PIB como el indicador por excelencia de la riqueza y el bienestar humano. El PIB, que es una herramienta de medición bastante limitada, pues sólo monetariza el valor de intercambio de aquellos bienes y servicios que han sido transformados en mercancias y pueden comprarse y venderse transcritos a monedas.
Por tanto, no considera intrínsecamente el valor que para una persona (¡y no consumidor ojo!) pueda tener la amistad, la felicidad o el amor; los servicios domésticos de cuidado, limpieza y atención; la buena salud; la satisfacción de adorar a una divinidad; el agotamiento de los recursos naturales; el goce que proporciona el paisajea los sentidos; el desgaste del medio; el disfrute de la cultura y el ocio no mercantil; los intercambios de servicios o conocimientos y tantos otros parámetros que escapan a su cálculo.
Sin embargo si computan y positivamente, la fragmentación del territorio que ocasiona la construcción de nuevas infraestructuras, el gasto defensivo, militar y de prevención del terrorismo; los accidentes de tráfico; los conflictos bélicos y un largo etcétera de circunstancias que desde luego no redundan en nuestra calidad de vida.
Es por ello, que debemos comenzar a huir del actual imaginario economicista, que nos invita con descaro a adorar al PIB, a proclamar su crecimiento con tal de que, por arte de magia, origine empleo y a adquirir mayor número de bienes y servicios mercantiles para sumirnos en una espiral toxico-consumista de la que es harto complicado escapar y que coarta la libertad individual.
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