Hace la friolera de 11 años y como es bien sabido por todos, los países industrializados se comprometieron en la conferencia de las partes celebrada en la ciudad japonesa de Kyoto a cumplir una serie de compromisos en la reducción del vertido a la atmósfera de gases de efecto invernadero, cuya prioridad era evitar las catastróficas consecuencias que el aumento de algunos grados en la temperatura del planeta (calentamiento global) acarrearía.
El acuerdo alcanzado implementaba el principio de "responsabilidad compartida, pero diferenciada", es decir, el deterioro sin parangón de la atmósfera es consecuencia de todas las naciones sin excepción, con la sublime diferencia que los países industrializados occidentales, por su modelo termoindustrial de producir y consumir, eran en mayor medida causantes de este desbarajuste. Por ello, estos debían asumir la totalidad de la reducción en la emisión de gases.
El protocolo de Kyoto, que no sería ratificado hasta 2004 con la rúbrica de la reticente Rusia, establecía varios mecanismos a fin de cumplir con la reducción de emisiones al menor coste económico (eficiencia en costes). Básicamente, articulaba tres: un comercio de derechos de emisión, los proyectos de aplicación conjunta (AC) y los mecanismos de desarrollo limpio (MDL).
Obviando los dos primeros, voy a referirme la la perversidad que encierran los terceros. En trazo grueso, lo que plantean es que una empresa de un país industrializado inversor (con una serie de compromisos adquiridos en relación a la reducción en la emisión de gases) acometa una inversión en un proyecto de tecnologías limpias (léase energías renovables), eficiencia energética, cambio de combustible o forestación en un país huesped subdesarrollado y con la reducción de emisiones sobre la línea de base (lo que venía emitiéndose en el país huesped) le serían asignados una serie de créditos (CER), con los que alcanzar el cumplimiento de sus obligaciones para con Kyoto.
Esto les conduciría a exportar el modelo de desarrollo del que hemos hecho gala en el universo industrializado y que se ha demostrado el principal causante del desgaste que hoy en día sufre el planeta. ¿Os imagináis que ocurriría si los países del Sur se plantearán consumir materia y energía al compás que lo hacemos los del Norte? Evidentemente, no habría recursos en el planeta para todos, el impacto resultante sobre el medio sería progresivamente mayor y las condiciones de vida sufrirían un paulatino endurecimiento.
Por lo tanto, debemos exigirnos, los países occidentales, asumir la reducción de las emisiones en nuestros feudos y abandonar la absurda idea de exportar el virus del progreso tecnológico a nuestros vecinos del Sur, que bastante tienen ya con satisfacer sus necesidades más elementales, en las cuales eludimos constantemente colaborar (véase la reciente Cumbre contra el Hambre de la ONU).
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